"En los últimos años se viene diciendo que la llegada a la
psiquiatría de la neuropsicología, la neuroimagen y la genética molecular nos
conducirá a la comprensión de los trastornos mentales. Por supuesto que ésta no
es la primera vez que se nos promete un futuro tan halagüeño en psiquiatría.
Durante el siglo XIX se predijo algo parecido con relación a la
microscopía óptica y la neuropatología
y, durante el siglo XX, ante la aparición del EEG, la psicofarmacología, la
ventriculografía por aire y el TAC. Al igual que ahora, las tecnologías
anteriores también atrajeron la mayoría de los fondos de investigación y
contribuyeron a la creación de muchas reputaciones académicas.
Sin embargo, estas viejas técnicas, en manos de los
adoradores del presente y de sus compañeros de viaje, también tuvieron, al fin
y a la postre, consecuencias negativas. Por ejemplo, el equilibrio entre los
temas de investigación se vio alterado en favor de los temas de moda y aquellos
investigadores que continuaron creyendo en una visión más amplia e integradora
de la psiquiatría fueron prácticamente ignorados. La principal damnificada de
todo esto resultó ser la contribución de los clínicos. De esta forma, una serie
de eruditos que apenas realizaban un trabajo clínico real y cuya principal
actividad consistía en viajar alrededor del mundo pontificando que las
disciplinas históricas y descriptivas estaban “pasadas de moda”, dieron la
espalda a un rico trabajo descriptivo, clínico y fenomenológico y lo
consideraron “obsoleto”. En su inocencia, estos eruditos creen que todos los
síntomas mentales han sido ya adecuadamente descritos y que ahora lo que se
necesita es invertir en las técnicas que, según pregonan, resolverán por sí
solas los problemas de la psiquiatría.
Pero la némesis divina ha determinado que ciertas cosas no
cambien. También los neuropsicólogos, los genetistas y los investigadores de
neuroimagen necesitan pacientes y, una vez más, es a los clínicos a quien se
nos pide que los aportemos. En consecuencia, resulta que el propio éxito de
estos nuevos métodos depende de la calidad y homogeneidad de las muestras de
pacientes. Por esta razón, el clínico responsable se preocupa con la gran
cantidad de dificultades que encuentra en el camino de la obtención de muestras
“válidas”. “Válido” significa aquí que todos los sujetos seleccionados sufran
la “misma enfermedad o síntoma mental” y que el número de falsos positivos
(resultado de las fenocopias y simulaciones comportamentales) quede reducido al
mínimo.
¿Cómo se consigue esto? El clínico experimentado sabe que
las cosas no son como antes y que parece como si el viejo mapa de síntomas
hubiera ya dejado de ser adecuado y
adoleciera de falta de claridad y definición, por lo que no haría justicia a la
complejidad de los estados mentales ofrecidos por sus pacientes. El clínico
sabe que esto es debido a que tanto el objeto de la descripción como el propio
lenguaje descriptivo están cambiando gradualmente y que es falsa la premisa
originaria de que el objeto de estudio de la psiquiatría es una entidad estable,
unitaria, real y reconocible como las piedras, las flores o los caballos.
A este respecto algunos autores han defendido que el hecho
de que las descripciones psicopatológicas parezcan estables sugiere que son
fiables y válidas y, por tanto, que han alcanzado un estado final por el que
pueden ser consideradas transparentes. Este argumento es erróneo por dos
razones. La primera es que no es cierto que las descripciones sean estables, ya
que los clínicos saben perfectamente que tal “estabilidad” espuria se ha alcanzado
forzando a los estados mentales complejos de muchos pacientes a que se adecuen
a los sistemas descriptivos que ignoran los síntomas que no han sido denominados
de modo que se amolden a sus categorías procusteanas. La otra razón es que el propio concepto de “estabilidad”
es un concepto relativo controlado en su mayor parte por el modo en que el
marco temporal del observador se sincroniza con el de los propios fenómenos.
Esto quiere decir que los psiquiatras pueden no percibir cambios debido a que
su espectro vital es más breve que el tiempo que tarda en cambiar la
presentación de los síntomas y trastornos mentales.
El historiador, sin embargo, está en una posición
privilegiada para darse cuenta de esto y esta es la razón por la que la historia sigue siendo la columna vertebral de toda buena psicopatología descriptiva. Estos
cambios conllevan una pérdida de la calibración de las descripciones de los síntomas
y enfermedades mentales y, por ende, una pérdida de su capacidad para transmitir
información. Por consiguiente, serán
esenciales ciertas recalibraciones periódicas que deberán ser llevadas a cabo
no por los genetistas o los investigadores de neuroimagen sino por
historiadores y clínicos. Hoy día la mayoría de científicos cree que es absurdo
pensar que pueda derivarse desde la etiología y genética de cada enfermedad un
único fenotipo real y eterno. Si sabemos que la neurobiología cambia con el
tiempo, ¿en qué puede basarse la afirmación de que los fenotipos son eternos?
Las cosas son incluso más complejas. Los historiadores de la
psicología señalaron ya hace tiempo que el lenguaje descriptivo de las
conductas y estados mentales, y también la forma en que la propia mente se
dividía, estaban sujetos al cambio y a los avatares sociales. De este modo,
existe otra buena razón por la que las descripciones psicopatológicas en sí
mismas no son sub specie aeternitatis.
La forma en que hablamos de los síntomas y enfermedades mentales depende de las
necesidades científicas y sociopolíticas de una determinada época. Por ejemplo,
las descripciones decimonónicas de los síntomas y trastornos mentales (o, lo
que es lo mismo, el primer lenguaje comprehensivo y medicalizado de la
psiquiatría) estaban gobernadas al menos por tres factores: a) el nivel de
detalle requerido por las técnicas de investigación que determinaban los
límites externos de la base de datos psiquiátricos “basada en la evidencia” de
ese periodo (esto es, la microscopía ligera y la anatomía mórbida); b) la
teoría de la mente resultante del compromiso entre teología y evolución; por
una parte la declinante teoría de las facultades y poderes mentales que desde
Aristóteles había gobernado la visión del cristianismo y, por otra, las
presiones para naturalizar la mente ejercidas por la teoría de la evolución, y
c) el concepto de hombre aceptable para el capitalismo europeo y el papel que
en ese marco socio-político se le permitía tener al loco.
Por último, el clínico también es consciente del hecho de
que la solución a este problema no radica en realidad en “mejorar” la
fiabilidad construyendo alocadamente más y más escalas y sistemas diagnósticos “estandarizados”.
La solución consiste en mantener o mejorar la validez mediante la recalibración
periódica de las descripciones psicopatológicas y asegurarnos de que se correspondan
con las necesidades específicas de la neuroimagen y otras modernas técnicas de
investigación.
Por esa y otras razones fácilmente imaginables, en la
práctica esto significaría que cada generación de psiquiatras debería
participar en la formulación de las distintas narrativas de la locura. (...)"
Prólogo de Germán Berríos a Psicopatología Descriptiva:
Nuevas tendencias, de R Luque y JM Villagrán. Madrid, Trotta, 2000.
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