"No sé porqué se me figura que en el siglo XX, el de los fabulosos avances técnicos del hombre, ese siglo que sustituye auroras con electricidad, y la música de las esferas por la de la radio, va a ser un siglo de prueba para la lengua. Tres gracias modernas han desalojado de su pedestal mitológico a las gracias antiguas: son la prisa, la eficacia, el éxito. Las tres hijas del mismo Dios: el dios Praktikos. Padecimiento general y que todos conllevan, sin saberlo, es la psicosis del tiempo. Lewis Mumford, en su Technics and Civilization, explica así los orígenes de esta psicosis, que él pone en el régimen industrial moderno, cuando comienza la regimentación del tiempo a influir en todo el mundo occidental: "El tiempo se convierte en una mercancía, en un género, en el sentido en que se había convertido el dinero. El tiempo, como pura duración, el dedicado a la contemplación y al soñar, se considera como un despilfarro digno de odio... Todavía la gestación humana dura nueve meses, pero el tempo de todas las demás cosas de la vida se acelera, el espacio de tiempo se contrae, los límites se recortan arbitrariamente, no en vista de la función y de la actividad, sino en vista de un sistema mecánico de contar el tiempo. La periodicidad mecánica sustituye a la periodicidad orgánica funcional en todos los sectores de la vida en que puede realizarse la usurpación. El tiempo mecánico se convierte en una segunda naturaleza; la aceleración del tempo viene a ser un imperativo para la industria y el progreso. Acortar el tiempo de un trabajo determinado, lo mismo si el trabajo es grato que penoso, apresurar el movimiento por el espacio, igual si el viajero viaja por gusto que si viaja por negocio, se consideró como un fin en sí mismo." Un poeta español de nuestros días, Antonio Machado, ha añadido a las designaciones latinas del hombre, en sus diversos tipos, una nueva: no basta con homo sapiens, con homo loquens, con homo faber: el hombre de hoy responde a un nuevo dictado: homunculus mobilis, el hombrecillo que se agita. Ahora bien, creo muy difícil que esa aceleración por el gusto de la aceleración, ese apresuramiento acéfalo, a pesar de tantas bibliotecas, y áptero, a pesar de tantos aviones, pueda ser beneficioso en modo alguno para esa simbólica de la vida del espíritu que es el lenguaje. No hay clima más favorable al crecimiento normal y completo de la obra del espíritu que el tiempo libre y sin tasa, el tiempo natural. ¿Qué hubiera salido de la mente de Goethe si le ponen plazo improrrogable para entregar su Fausto? ¿Qué veríamos hoy en las estancias del Vaticano si se espolea a Rafael Sanzio para que se dé prisa a terminar sus murales? ¿Y qué jefe de negociado pondría a trabajar a Isaac Newton con la orden expresa de que le dé resuelto en tanto tiempo el problema de la gravedad? La gran obra, literaria, pictórica, entre otras lecciones nos aporta la evidencia misteriosa de haber nacido, crecido, llegado a su perfección, con paso y andadura acordes a su misma naturaleza, no a una exigencia extraña. Entre los renglones de la prosa del Quijote, de Paradise Lost, de Gargantúa, se siente transcurrir un tiempo sin prisa, generosamente ofrecido, a la vez que se ofrece el papel a la pluma, al pensamiento, para que sobre él trace sus rasgos decisivos. En la Divina Comedia avanzan los tercetos con insistente "paciencia, olvidada del tiempo, pensativa sólo en el fruto." El lenguaje, como creación espiritual que es, también necesita su tiempo, en cuanto llega a sus funciones superiores. Imaginémonos, por ejemplo, un diálogo que tenga por interlocutores a dos personas de cierta calidad intelectual, un diálogo fecundo y activo, en que las palabras vayan alzando en el aire las estructuras harmoniosas e invisibles de un pensar bien pensado. Nada, ni nadie, les urge. Ante ellos el tiempo se extiende ilimitado y dócil como la superficie marina ante la vela henchida. Y en este sosiego las ideas se alumbrarán cabalmente, dando con su extrema forma de exteriorización lingüística, entregándosenos sin reserva. ¡Pero qué diferente sería la situación si los dos presuntos dialogantes conversan mirando el reló a cada paso, porque tienen un quehacer a las cuatro y media y son las cuatro menos diez! Es, pues, muy probable que en una sociedad que impone a sus individuos, como ley indiscutible, la concepción mecánica del tiempo, la libertad del lenguaje expresivo se vea coartada y se malogren sus frutos, por falta de paciencia para la madurez. Todos los idólatras del trabajo por el trabajo, todos los taylorianos, mirarán con recelo y sospecha a cualquier grupo de individuos que a la sombra de unos árboles, junto a una fábrica conversan con calma. El veredicto instantáneo del burgués acude en seguida a los labios: "¡Qué vagos, qué manera de perder el tiempo! ¡Más valiera que estuvieran trabajando!"
Pedro Salinas (1891-1951)
Finísimo poeta y ensayista español.
Este fragmento, titulado ""El siglo XX y el lenguaje. La psicosis de la prisa", corresponde a su volumen de ensayos "El defensor" (Bogotá, 1948). Cito la edición de Península, Barcelona, 2002.