martes, 18 de agosto de 2009

'Aubade' (Albada), de Philip Larkin






Trabajo todo el día y me medioemborracho
por la noche. A las cuatro, me despierto mirando
la oscuridad callada. Saldrá, dentro de poco,
luz de entre las cortinas. Veo, hasta entonces, lo
que siempre ha estado allí: muerte incordiante, un día
ahora más cercana, haciéndome imposible
toda pregunta excepto esas de cómo, dónde
y cuándo moriré. Inútiles preguntas:
ya el temor de morir, y estar muerto, de nuevo
centelleando me dormía y me horroriza.

La mente queda en blanco con el resplandor. No
por los remordimientos -el bien que no se ha hecho,
amor no dado, tiempo malgastado- ni por
las penas: una vida puede ser poco tiempo
para que los comienzos errados se superen,
y puede no lograrlo, sino por ese eterno
y completo vacío, la segura extinción
a la que siempre vamos y en que nos perderemos.
No estar aquí, ni estar en ningún otro sitio,
y pronto; nada más terrible ni más cierto.

Ningún truco disipa este modo especial
de tener miedo, como la religión solía
intentar, ese inmenso, armónico brocado
apolillado que se creó para hacernos
creer que no moriremos, o esa tela ilusoria
que dice: "Ningún ser racional teme lo
que no siente", sin ver que ese es nuestro temor
-- nada que ver, ningún sonido, ni sabor,
caricias ni olor, nada con que pensar ni amar,
la anestesia de la que nadie vuelve en sí.

Y, así, esto está en el límite de la visión, pequeño
borrón, escalofrío permanente que cada
impulso ralentiza hasta la indecisión.
Casi todas las cosas pueden no ocurrir: esta
lo hará, y el comprenderlo nos hace enfurecer,
aterrados, si estamos sin compañía o sin
alcohol. No es solución el valor: significa
no asustar a los otros. Que uno sea valiente
no lo puede librar de la tumba. La muerte
vendrá de cualquier modo, te quejes o te aguantes.

Poco a poco, hay más luz; la alcoba cobra forma.
Allí está, simple como un ropero, aquello
que sabemos y siempre hemos sabido, ese
saber que no hay salida sin querer aceptarlo.
Una parte ha de irse. Mientras, se encogen, listos
para sonar, teléfonos en despachos cerrados.
Indiferente y difícil, este mundo alquilado
empieza a despertarse. El cielo es blanco
como arcilla, sin sol. Hay trabajo que hacer.
Carteros como médicos van de una casa a otra.


---oOo---

Philip Larkin (1922-1985), fue un poeta inglés de los más notables de la segunda mitad del pasado siglo. Aubade es un poema suyo recogido en 'The Portable Atheist' (Hitchens C -compilador-. Da Capo Press, Philadelphia, 2007. Hay versión en nuestro idioma.) La traducción del poema es de Valentín Carcelén.

Como explica Hitchens: "Las albadas son poemas sobre enamorados que se separan al alba; en este caso, la enamorada de Larkin es la vida misma, acompañada por la comprensión, cruda pero sincera, de que no sigue más allá de la tumba, y de que pensar lo contrario es engañarse."

No pudimos resistirnos al desencanto del poema y lo transcribimos. Gracias a la colega V. Herrera por la noticia del recomendable libro.


6 comentarios:

Tony Chávez Uceda dijo...

El desencanto de Larkin se basa en el supuesto de encantarse con una falsedad extrema, es decir, pensar que existiremos después de muertos. Es tan sencillo darse cuenta que tal cosa no existe, que no debiera en realidad producir desencanto. La verdad impertérrita de nuestra efímera existencia debiera ser un motivo para disfrutar de la vida, de encontrar nuestro cielo aquí, en la tierra, de no pensar en que luego habrá una mejor vida y apostar uno que otro rezo, ritual sectario, o hipócrita acción (estarás en mis oraciones) para pensar que eso nos garantizará el gozo eterno.

En mi carrera de médico, he visto ya suficientes muertes en todo su proceso, desde el daño multiorgánico hasta el cese de las funciones vitales, para darme cuenta que esas personas ya no existen más. Su ser, producto de la acción de sus cerebros, ya no puede ser. La memoria y el recuerdo de sus vidas persiste, pero no equivalen al ser producto de esa acción sináptica y neurotransmisora. Por eso, debiéramos preocuparnos en realizar acciones que impacten de forma positiva nuestra memoria en otros, y así, de alguna forma, persistiremos mejor luego de muertos.

El encanto debe estar en la vida misma. El encanto no debiera ser producto de un engaño paliativo para una tanatofobia fáctica. Ese miedo lo han explotado los mercachifles de la religión desde tiempos inmemoriables. El encanto está en lo que existe. El encanto en lo que no existe (dios, cristo, vida eterna, etc) se llama farsa, y si bien divierte y es más fácil de obtener, nos puede llevar con más facilidad, también, al desencanto.

Christopher Hitchens es uno de los voceros más aguerridos del ateísmo, no tiene pelos en la lengua a la hora de enfrentarse con las armas de todo calibre de aquellos que engañan y oprimen mentalmente a las personas. De esos vendedores de aceites e inciensos y rosas, o de esos vendedores de misas de sanación, o de esos traficantes del diezmo, o de esos traficantes de la opresión coránica. Hitchens combate fieramente la putrefacta presencia de la biblia en el desarrollo de la ciencia, y la cruzada de los cristianos fundamentalistas para que la creación, adán y eva, el edén y la manzana sean enseñadas en el aula del colegio, a la par de la evolución y el Big Bang, como una alternativa para los que no creen en esas disquisiciones materialistas.

En esas trincheras ideológicas se está sembrando el futuro, amigo Lizardo, un futuro en donde haya más cerebros dedicados a la búsqueda de la verdad, y no a la propagación de la mentira.

Lizardo Cruzado dijo...

Claro, Tony, suscribo lo que dices, pero no deja de estar preñado de saudade el poema y captar vívidamente un grupo de pensamientos que puede asaltarnos al amanecer...

Jorge Silva Spiers dijo...

Es francamente un retrato del ateísmo, transmitido mediante la poesía. Una manera de evocar pensamientos e ideas a través del muy bien logrado verso.

Lizardo Cruzado dijo...

Lindo, ¿no?

Gustavo dijo...

¡Qué mala traducción! se pierde toda la fuerza de Larkin

Diego dijo...

Estoy de acuerdo con Gustavo. Una pena. Me la he tenido que traducir yo para darme el gusto. ¡Qué maravilla de poema!