sábado, 4 de abril de 2009

El "Chino" Watanabe






Van a cumplirse dos años de su muerte en este mes de abril. José Watanabe Varas (Laredo, 1945), hijo de padre japonés y madre serrana de La Libertad es uno de los poetas magistrales de todas las épocas en lengua castellana. Su vida estuvo marcada por distintos padeceres: un cáncer, que finalmente se lo llevó, varias intervenciones quirúrgicas y una recurrente depresión que lo asediaba sin piedad. Alguna vez fue invitado por el capítulo de Psiquiatría y Arte de la APP a dar una charla, capítulo que estaba a cargo del Dr. José Li Ning, gran amigo del poeta. Tiempos aquellos...

Watanabe creció en medio de los inmensos cañaverales de Laredo, antigua cooperativa azucarera ubicada a diez minutos de Trujillo y tuvo una infancia humildísima hasta que -prodigio de los vates- su familia ganó un premio de la fenecida Lotería de Lima y Callao. Se mudaron entonces y el poeta llegó hasta Lima a estudiar arquitectura -que no concluyó- y su formación fue esencialmente autodidacta.


Con sus hijas Issa y Maya (falta Tilsa).

Watanabe era un hombre tímido, circunspecto, irónico, discreto, parsimonioso. Solía desconcertar a los que recién lo conocían asegurando que su apellido Watanabe significaba "nabo encurtido". Trabajó en cine y TV como guionista y además compuso algunas obras de teatro. En sus últimos años, su labor poética fue reconocida y admirada al otro lado del charco y sus poemarios enormemente difundidos. Sus exequias fueron multitudinarias. Nos dejó para siempre su obra pasmosa, deslumbrante:





SALA DE DISECCIÓN

Un cadáver puede provocar una filosofía del ensimismamiento,
sin embargo los estudiantes admirablemente
estaban entusiasmados con su muerto,
lo rodeaban
y discutían con fervor la anatomía de ese cuerpo de piel coriácea.
Yo aprendía otra lección:
la vida y la muerte no se meditan en una mesa de disección.
Los estudiantes me previnieron
que iban a extraer el cerebro. Permanecí con ellos:
a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado.
No hay sofisticación instrumental para retirar un cerebro,
una modesta sierra de carpintero
cortó el cráneo a la altura de las sienes,
luego sumergieron el órgano mítico en un frasco lleno de formol.

Yo me dediqué a observarlo, solo, en otra mesa
mientras los estudiantes seguían cotejando su denso libro con el
muerto.
Sorpresivamente
una burbuja brillante brotó del interior del cerebro
como un mensaje venido de la otra margen,
y no había boca que lo pronunciara.
No había boca.
La burbuja, muda, se deshizo en ese aire levemente podrido.





LA MANTIS RELIGIOSA

Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de
mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del
Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.

Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza
cáscara.

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando
hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta
del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
de agradecimiento.





POEMA DEL INOCENTE

Bien voluntarioso es el sol
en los arenales de Chicama.
Anuda, pues, las cuatro puntas del pañuelo sobre tu cabeza
y anda tras la lagartija inútil
entre esos árboles ya muertos por la sollama.
De delicadezas, la del sol la más cruel
que consume árboles y lagartijas respetando su cáscara.
Fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje,
y esta otra:
de cuando acercaste al árbol reseco un fosforito trivial
y ardió demasiado súbito y desmedido
como si fuera de pólvora.
No te culpes, quién iba a calcular tamaño estropicio!
Y acepta: el fuego ya estaba allí,
tenso y contenido bajo la corteza,
esperando tu gesto trivial, tu mataperrada.
Recuerda, pues, ese repentino estrago (su intraducible belleza)
sin arrepentimientos
porque fuiste tú, pero tampoco.
Así
en todo.







EL MAESTRO DE KUNG FU

Un cuerpo viejo pero trabajado para la pelea
madruga y danza
frente al mar de Barranco.

Se mueve como dibujando
una rúbrica antigua, con esa gracia, y
sin embargo, está hiriendo, buscando el punto
de muerte
de su enemigo, el aire no, un invisible
de mil años.

Su enemigo ataca con movimientos de animales
agresivos
y el maestro los replica
en su carne: tigre, águila o serpiente van sucediéndose
en la infinita coreografía
de evitamientos y desplantes.

Ninguno vence nunca, ni él ni él,
y mañana volverán a enfrentarse.
-Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario
cuando danzo- me dice el maestro.
Y niega, muy chino, y sólo dice: él me hace danzar a mí.










EL DEVOTO

En este profundo depósito
de catedral, hieráticos
como una triste cuadrilla de obreros de yeso
los santos esperan al restaurador.
En un altar y otro
fueron deteriorándose, atacados por las moscas,
las polillas y los abusos
de la fe.
Aquí ya no son San Francisco, San Valentín, San Judas,
cualquiera es cualquiera, bultos
humanos, desfigurados y sin nombre, esperando
al viejo restaurador
que murió hace tiempo.
Estos anónimos
que fueron rezados, celebrados, contemplados
con infinita devoción
son ahora mis santos. Aquí soy el único fiel y el prelado.
Ante ellos me arrodillo
y rezo con más solidaridad que fe.




CANCIÓN

La señorita Esther H.
en el camino solitario, excepto
algún zorro, me pidió que no la mirara, que
me volteara
porque iba a rociar el mundo. Yo escuché entonces
a mis espaldas
ese sonido sibilante de sus aguas entre las piedras.

Pichi de mujer
no es pichi de hombre, supe. Pichi de mujer
se expande y se hace atmósfera, marejada
concupiscente
que ese día envolvió también al caballo, al buey que labraba,
a mi perro colero
y a cuanto macho que respiraba a la redonda.

La señorita Esther H. era mi maestra rural.
Ella dilató por primera vez la nariz
de mi corazón.

Una arbitrariedad de niño
sospechó su reconditez como fruta de rápido zumo.
Unas veces naranja, otras ciruela de Chile.
En la escuela rural sabíamos poco
pero sospechábamos mucho.






NUESTRA REINA

Blanco tu uniforme y qué rosada
tu piel.
Entonces tus vísceras deben ser azules, doctora.
Eres nuestra reina.
Los enfermos estiramos nuestras manos atribuladas
hacia ti, en triste cortejo.
Queremos tocarte cuando cruzas los pasillos,
altiva,
docta, saludable, oh sí, saludable,
con tus vísceras azules.

Imaginamos a los doctores a salvo de nuestros males,
pero si el conocimiento no te exime
y también te mueres, serías una bella
muerta. Tienes
nariz alta, boca
que cierra bien, que se sella,
párpados tersos, largo cuerpo para ser tendido
voluptuoso
sobre una mesa de hierba.
También así serías nuestra reina
y seguiríamos estirando las manos
ya tranquilas y con flores
hacia ti, nuestra última señal de gozo.






EL GUARDIÁN DEL HIELO

Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol...
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil

Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.








2 comentarios:

Tony Chávez Uceda dijo...

Una de las cosas que me hubiera gustado preguntarle a Watanabe es si alguna vez intentó o consideró escribir un guión de la más grande novela peruana jamás escrita "Conversación en la catedral". Ahora que llevo casi dos años avanzando a paso de tortuga solo con la planificación, me pregunto qué recursos usó para adaptar esa otra gran obra de don Mario "La ciudad y los perros". Por lo pronto ya llevo leyendo "conversación" unas 70 veces al menos de cabo a rabo e incontables veces sus pasajes más filmables. Grande maestro Watanabe, una lumbrera como guionista de cine también.

Necia dijo...

"... la mas grande novela peruana jamas escrita..." asu mare!

me imagino al sonriente wata diciendole, "tampoco, tampoco, mi estimado miope"

ay lizardo, tenias que ser tu para ponerme a leer al wata de nuevo! gracias, hermano. la de la mantis religiosa me ha puesto a googlear sobre la lengua aspiradora esa, pucha, que melo! que nos den goce mientras nos dejan cascarita, wow!