Ahora que estoy de "vaca" (no por la cornamenta ni por la fina estampa, sino por las vacaciones), he tornado a Trujillo, mi lar natal (y por ello he espaciado las entradas en el blog). Sin embargo, más que a la ciudad en sí, yo he vuelto añorante al hogar paterno, al nutricio seno donde nació, a precocísima edad, mi acendrada vocación por la terapia familiar: y es que yo ejercí tan temprana, tan hercúleamente y en mi propia familia dicha terapia que al residentado, y para este específico tema, ya llegué totally burned out. Abusando de las resonancias semánticas, diría que hablarme de terapia familiar es como mentar la soga en casa del ahorcado (sirva además esto como invitación al divertido juego del ahorcado en la parte final del blog).
Dudé al pergeñar el título de esta entrada: ¿las comillas debían orlar a "eterna" o a "primavera"? Recuerdo que cuando era niño yo anhelaba ver brotar las flores a través del cemento de las veredas o de la azotea en la casa donde vivía. Pero no llegué a ver esto jamás. Tuve pues que devolver la leyenda que me había tragado. La primavera en la ciudad de la eterna primavera no es, no era así. En realidad sólo podía percibirse en el clima trujillano una media tinta perenne, el peruanísimo "ni chicha ni limonada" que tan bien define el alma nuestra; o sea, sí era "eterna" pero no era primavera, y los chispazos de primavera que sucedían en mi ciudad, eran eso, chispazos solamente, chisporroteos, chispoteadas.
Por supuesto no sé ni me gusta bailar marinera -otro manido tópico de la trujillanidad-. Aunque, de intentarlo, podría hacerlo y no tan mal, dada mi proclividad a la bufonada. Pero bailar marinera tiene un no sé qué de necrofílico que no me entusiasma. La marinera es un baile muerto: se aprende en academias, no espontáneamente en los bailes domésticos. Y nadie se viste con esos disparatados trajes en ningún lugar.
Y es que obviamente la ciudad de uno no puede ser un "lugar turístico". Esto lo es sólo para los otros. Trujillo no es una ciudad bonita ni fea, es simplemente mi ciudad. El lugar donde forjé mis más grandes ilusiones -para luego tasajearlas en pequeñas tajaditas de desilusión-. El lugar donde papá y mamá se estrellaron una tarde, donde aprendí a leer y escribir, donde se levantará mi estatua ecuestre, el lugar de mi primer libro, de mi primera bronca (mentira, nunca me peleé), mi primer amor, mi primer burdel.
Para no defrudar a los aficionados y amigos anhelantes de postales turísticas a los que me debo, he aquí el afamado balneario de Huanchaco, (estoy seguro que sabrán atesorar el valor artístico de la fotografía, el mágico matiz dorado de la arena y su finísima granulación).
Dudé al pergeñar el título de esta entrada: ¿las comillas debían orlar a "eterna" o a "primavera"? Recuerdo que cuando era niño yo anhelaba ver brotar las flores a través del cemento de las veredas o de la azotea en la casa donde vivía. Pero no llegué a ver esto jamás. Tuve pues que devolver la leyenda que me había tragado. La primavera en la ciudad de la eterna primavera no es, no era así. En realidad sólo podía percibirse en el clima trujillano una media tinta perenne, el peruanísimo "ni chicha ni limonada" que tan bien define el alma nuestra; o sea, sí era "eterna" pero no era primavera, y los chispazos de primavera que sucedían en mi ciudad, eran eso, chispazos solamente, chisporroteos, chispoteadas.
Por supuesto no sé ni me gusta bailar marinera -otro manido tópico de la trujillanidad-. Aunque, de intentarlo, podría hacerlo y no tan mal, dada mi proclividad a la bufonada. Pero bailar marinera tiene un no sé qué de necrofílico que no me entusiasma. La marinera es un baile muerto: se aprende en academias, no espontáneamente en los bailes domésticos. Y nadie se viste con esos disparatados trajes en ningún lugar.
Y es que obviamente la ciudad de uno no puede ser un "lugar turístico". Esto lo es sólo para los otros. Trujillo no es una ciudad bonita ni fea, es simplemente mi ciudad. El lugar donde forjé mis más grandes ilusiones -para luego tasajearlas en pequeñas tajaditas de desilusión-. El lugar donde papá y mamá se estrellaron una tarde, donde aprendí a leer y escribir, donde se levantará mi estatua ecuestre, el lugar de mi primer libro, de mi primera bronca (mentira, nunca me peleé), mi primer amor, mi primer burdel.
Para no defrudar a los aficionados y amigos anhelantes de postales turísticas a los que me debo, he aquí el afamado balneario de Huanchaco, (estoy seguro que sabrán atesorar el valor artístico de la fotografía, el mágico matiz dorado de la arena y su finísima granulación).
(Por cierto, estaba olvidando que en el primer recuadro se aprecia a la sagrada familia rodeada de frutas y verduras en la refrigeradora hogareña, añosa como mi hermano mayor).
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