miércoles, 7 de abril de 2010

A propósito de Rayuela y Cortázar






Portada de la primera edición de Rayuela (1963) de Editorial Sudamericana (Bs. As. Argentina)



Recientemente me ha sido permitido evocar al genial Julio Cortázar (1914-1984) y a Rayuela, novela fundamental.

Desde el deslumbramiento suscitado en el primer escarceo de su lectura siendo un chicuelo, aquella evocación me ha acompañado siempre pero no había recordado, se me había olvidado de algún modo, no sé cómo,  que su inolvidable protagonista Horacio Oliveira, había terminado su itinerario trabajando en un manicomio.

Rayuela, desde su aparición, fue un libro polémico. Inicialmente el autor había pensado en un título más pretencioso y distante para el lector: Mandala, que en el budismo suele ser un dibujo segmentado en múltiples compartimientos en que debe concentrarse la atención y gracias al cual se facilita y estimula el cumplimiento de una serie de etapas espirituales. La rayuela -en mi distante infancia de Trujillo del Perú la llamábamos 'Mundo'- se juega con una piedrecilla y consiste en pasar a través de las sucesivas casillas trazadas en el suelo, desde la Tierra (abajo) hasta el Cielo (arriba), sin que la piedra salga del dibujo. Entonces la rayuela es otra manera de llegar pero sin la solemnidad del mandala.

En Rayuela, Cortázar propone la comprobación del absurdo de la existencia y de la situación precaria del hombre en un mundo fragmentario y caótico. Por tanto, emerge la necesidad de recuperar el paraíso perdido, de un centro que devuelva sentido a la existencia junto con una visión totalizadora de la realidad. Rayuela es una novela fragmentaria, quiere mostrarnos que sólo la Gran Costumbre nos hace captar a los hombres y sus actos por medio de una noción definida; en cambio, cuando se enfoca desde otras dimensiones todo se descompone en fragmentos. Como el mismo autor reconoció, él había enfrentado "en términos de novela lo que otros, los filósofos, se plantean en términos metafísicos; es decir, los grandes interrogantes". O, como señalaba D. Shaw, la novela "postula la existencia de varias realidades parciales de las que nosotros escogemos una para instalarnos cómodamente en ella y no pensar más".

Reducida a mero esquema argumental, Rayuela narra el proceso de desintegración de Horacio Oliveira, un intelectual cuyos mecanismos racionales lo mantienen al margen de la vida, de su horror y su belleza. La acción se sitúa primero en París y luego en Buenos Aires. Mediante cortes abruptos, inflexiones del lenguaje y monólogos interiores, el grupo de personajes que rodea a Oliveira va dando cuenta de su aventura, de su desesperado intento de aferrarse a la autenticidad de la vida. (Cito a Carmen de Mora Valcárcel, catedrática de la Universidad de Sevilla y redactora del fascículo introductorio de Rayuela en la recordada colección Historia de la Literatura Latinoamericana de Editorial Oveja Negra, en cuyos tomos de encuadernación verdosa leí la novela).

Me he permitido transcribir fragmentos de un par de capítulos de Rayuela, donde Oliveira, junto a Traveler y Talita, su pareja de amigos en Buenos Aires, entran a trabajar en el manicomio cuyos nuevos propietarios son Ferraguto y su esposa, la Cuca. La escena es de la transferencia de posesión del sanatorio cuando los pacientes deben firmar un acta de consentimiento. El texto huelga de más prolegómenos.


50

(...)

De un par de frases del documento había inferido que la clínica se componía de planta baja y cuatro pisos, más un pabellón en el fondo del patio-jardín. Lo mejor sería darse una vuelta por el patio-jardín, si encontraba el camino, pero no hubo ocasión porque apenas había andado cinco metros un hombre joven en mangas de camisa se le acercó sonriendo, lo tomó de una mano y lo llevó, balanceando el brazo como los chicos, hasta un corredor donde había no pocas puertas y algo que debía ser la boca de un montacargas. La idea de conocer la clínica de la mano de un loco era sumamente agradable, y lo primero que hizo Oliveira fue sacar cigarrillos para su compañero, muchacho de aire inteligente que aceptó un pitillo y silbó satisfecho. Después resultó que era un enfermero y que Oliveira no era un loco, los malentendidos usuales en esos casos. El episodio era barato y poco promisorio, pero entre piso y piso Oliveira y Remorino se hicieron amigos y la topografía de la clínica se fue mostrando desde adentro, con anécdotas, feroces púas contra el resto del personal y puestas en guardia de amigo a amigo. Estaban en el cuarto donde el doctor Ovejero guardaba sus cobayos y una foto de Mónica Vitti, cuando un muchacho bizco apareció corriendo para decirle a Remorino que si ese señor que estaba con él era el señor Horacio Oliveira, etcétera. Con un suspiro, Oliveira bajó dos pisos y volvió a la sala de la gran tratativa donde el documento se arrastraba a su fin entre los rubores menopáusicos de la Cuca Ferraguto y los bostezos desconsiderados de Traveler. Oliveira se quedó pensando en la silueta vestida con un piyama rosa que había entrevisto al doblar un codo del pasillo del tercer piso, un hombre ya viejo que andaba pegado a la pared acariciando una paloma dormida en su mano. Exactamente en el momento en que la Cuca Ferraguto soltaba una especie de berrido.

-¿Cómo que tienen que firmar el okey?

-Cállate, querida -dijo el Dire-. El señor quiere significar...

-Está bien claro -dijo Talita que siempre se había entendido bien con la Cuca y la quería ayudar-. El traspaso exige el consentimiento de los enfermos.

-Pero es una locura -dijo la Cuca muy ad hoc.

-Mire, señora -dijo el administrador tirándose del chaleco con la mano libre-. Aquí los enfermos son muy especiales, y la ley Méndez Delfino es de lo más clara al respecto. Salvo ocho o diez culias familias ya han dado el okey, los otros se han pasado la vida de loquero en loquero, si me permite el término, y nadie responde por ellos. En ese caso la ley faculta al administrador para que, en los periodos lúcidos de estos sujetos, los consulte sobre si están de acuerdo en que la clínica pase a un nuevo propietario. Aquí tiene los artículos marcados -agregó mostrándole un libro encuadernado en rojo de donde salían unas tiras de la Razón Quinta-. Los lee y se acabó.

-Si he entendido bien –dijo Ferraguto-, ese trámite debería hacerse de inmediato.

-¿Y para qué se cree que los he convocado? Usted como propietario y estos señores como testigos: vamos llamando a los enfermos, y todo se resuelve esta misma tarde.

-La cuestión –dijo Traveler-, es que los puntos estén en eso que usted llamó periodo lúcido.

El administrador lo miró con lástima, y tocó un timbre. Entró Remorino de blusa, le guiñó el ojo a Oliveira y puso un enorme registro sobre una mesita. Instaló una silla delante de la mesita, y se cruzó de brazos como un verdugo persa. Ferraguto, que se había apresurado a examinar el registro con aire de entendido, preguntó si el okey quedaría registrado al pie del acta, y el administrador dijo que sí, para lo cual se llamaría a los enfermos por orden alfabético y se les pediría que estamparan la millonaria mediante una rotunda Birome azul. A pesar de tan eficientes preparativos, Traveler se emperró en insinuar que tal vez alguno de los enfermos se negara a firmar o cometiera algún acto extemporáneo. Aunque sin atreverse a apoyarlo abiertamente, la Cuca y Ferraguto estaban-pendientes-de-sus-palabras.

51

Ahí nomás se apareció Remorino, con un anciano que parecía bastante asustado, y que al reconocer al administrador lo saludó con una especie de reverencia.

- ¡En piyama! -dijo la Cuca estupefacta.

- Ya los viste al entrar -dijo Ferraguto.

- No estaban en piyama. Era más bien una especie de...

- Silencio -dijo el administrador -. Acérquese, Antúnez, y eche una firma ahí donde le indica Remorino.

El viejo examinó atentamente el registro, mientras Remorino le alcanzaba la Birome. Ferraguto sacó el pañuelo y se secó la frente con leves golpecitos.

- Esta es la página ocho -dijo Antúnez-, y a mí me parece que tengo que firmar en la página uno.

- Aquí -dijo Remorino, mostrándole un lugar del registro-. Vamos, que se va a enfriar el café con leche.

Antúnez firmó floridamente, saludó a todos y se fue con unos pasitos rosa que encantaron a Talita. El segundo piyama era mucho más gordo, y después de circunnavegar la mesita fue a darle la mano al administrador, que la estrecho sin ganas y señaló el registro con un gesto seco.

- Usted ya está enterado, de modo que firme y vuélvase a su pieza.

- Mi pieza está sin barrer -dijo el piyama gordo.

La Cuca anotó mentalmente la falta de higiene. Remorino trataba de poner la Birome en la mano del piyama gordo, que retrocedía lentamente.

- Se la van a limpiar en seguida -dijo Remorino-. Firme, don Nicanor.

- Nunca -dijo el piyama gordo -. Es una trampa.

- Qué trampa, ni que macana -dijo el administrador -. Ya el doctor Ovejero les explicó de qué se trataba. Ustedes firman, y desde mañana doble ración de arroz con leche.

- Yo no firmo si don Antúnez no está de acuerdo -dijo el piyama gordo.

- Justamente acaba de firmar antes que usted. Mire.

- No se entiende la firma. Esta no es la firma de don Antúnez. Ustedes le sacaron la firma con picana eléctrica. Mataron a don Antúnez.

- Andá traelo de vuelta -mandó el administrador a Remorino, que salió volando y volvió con Antúnez. El piyama gordo soltó una exclamación de alegría y fue a darle la mano.

- Dígale que está de acuerdo, y que firme sin miedo -dijo el administrador -. Vamos, que se hace tarde.

- Firmá sin miedo, m'hijo- le dijo Antúnez al piyama gordo -. Total lo mismo te la van a dar por la cabeza.

El piyama gordo soltó la Birome. Remorino la recogió rezongando, y el administrador se levantó como una fiera. Refugiado detrás de Antúnez, el piyama gordo temblaba y se retorcía las mangas. Golpearon secamente la puerta, y antes de que Remorino pudiera abrirla entró sin rodeos una señora de kimono rosa, que se fue derecho al registro y lo miró por todos lados como si fuera un lechón adobado. Enderezándose satisfecha, puso la mano abierta sobre el registro.

- Juro -dijo la señora-, decir toda la verdad y nada más que la verdad. Usted no me dejará mentir don Nicanor.

El pijama gordo se agitó afirmativamente, y de pronto aceptó la Birome que le tendía Remorino y firmó en cualquier parte, sin dar tiempo a nada.

- Qué animal -le oyeron murmurar al administrador-. Fijate si cayó en buen sitio Remorino. Menos mal. Y ahora usted, señora Schwitt, ya que está aquí. Marcale el sitio Remorino.

- Si no mejoran el ambiente social no firmo nada- dijo la señora Schwitt-. Hay que abrir las puertas y ventanas al espíritu.

- Yo quiero dos ventanas en mi cuarto -dijo el piyama gordo-. Y don Antúnez quiere ir a la Franco-Inglesa a comprar algodón y qué se yo cuantas cosas. Este sitio es tan oscuro.

Girando apenas la cabeza, Oliveira vio que Talita lo estaba mirando y le sonrió. Los dos sabían que el otro estaba pensando que todo era una comedia idiota, que el piyama gordo y los demás estaban tan locos como ellos. Malos actores, ni siquiera se esforzaban por parecer alienados decentes delante de ellos que se tenían bien leído su manual de psiquiatría al alcance de todos. Por ejemplo ahí, perfectamente dueña de sí misma, apretando la cartera con las dos manos y muy sentada en su sillón, la Cuca parecía bastante más loca que los tres firmantes, que ahora se habían puesto a reclamar algo así como la muerte de un perro sobre el que señora Schwitt se extendía con lujo de ademanes. Nada era demasiado imprevisible, la causalidad más pedestre seguía rigiendo esas relaciones volubles y locuaces en que los bramidos del administrador servían de bajo continuo a los dibujos repetidos de las quejas y las reivindicaciones y la Franco-Inglesa. Así vieron sucesivamente cómo Remorino se llevaba a Antúnez y al piyama gordo, cómo la señora Schwitt firmaba desdeñosamente el registro, cómo entraba un gigante esquelético, una especie de desvaída llamarada de franela rosa, y detrás un jovencito de pelo completamente blanco y ojos verdes de una hermosura maligna. Estos últimos firmaron sin mayor resistencia, pero en cambio se pusieron de acuerdo en querer quedarse hasta el final del acto. Para evitar más líos, el administrador los mandó a un rincón y Remorino fue a traer a otros dos enfermos, una muchacha de abultadas caderas y un hombre achinado que no levantaba la mirada del suelo. Sorpresivamente se oyó hablar otra vez de la muerte de un perro. Cuando los enfermos firmaron, la muchacha saludó con un ademán de bailarina. La Cuca Ferraguto le contestó con una amable inclinación de cabeza, cosa que a Talita y a Traveler les produjo un monstruoso ataque de risa. En el registro ya había diez firmas y Remorino seguía trayendo gente, había saludos y una que otra controversia que se interrumpía o cambiaba de protagonistas; cada tanto, una firma. Ya eran las siete y media, y la Cuca sacaba una polverita y se arreglaba la cara con un gesto de directora de clínica, algo entre Madame Curie y Edwige Feuillère. Nuevos retorcimientos de Talita y Traveler, nueva inquietud de Ferraguto que consultaba alternativamente los progresos en el registro y la cara el administrador. A las siete y cuarenta una enferma declaró que no firmaría hasta que mataran al perro. Remorino se lo prometió, guiñando un ojo en dirección a Oliveira que apreciaba la confianza. Habían pasado veinte enfermos, y faltaban solamente cuarenta y cinco. El administrador se les acercó para informarles que los casos más peliagudos ya estaban estampados (así dijo) y que lo mejor era pasar a cuarto intermedio con cerveza y noticiosos. Durante el piscolabis hablaron de psiquiatría y de política. La revolución había sido sofocada por las fuerzas del Gobierno, los cabecillas se rendían en Luján. El doctor Nerio Rojas estaba en un congreso de Amsterdam. La cerveza, riquísima.

A las ocho y media se completaron cuarenta y ocho firmas. Anochecía, y la sala estaba pegajosa de humo y de gente en los rincones, de la tos que de cuando en cuando se asomaba por alguno de los presentes. Oliveira hubiese querido irse a la calle, pero el administrador era de una severidad sin grietas. Los últimos tres enfermos firmantes acababan de reclamar modificaciones en el régimen de comidas (Ferraguto hacía señas a la Cuca para que tomara nota, no faltaba más, en su clínica las colaciones iban a ser impecables) y la muerte del perro (la Cuca juntaba itálicamente los dedos de la mano y se los mostraba a Ferraguto, que sacudía la cabeza perplejo y miraba al administrador que estaba cansadísimo y se apantallaba con un almanaque de confitería). Cuando llegó el viejo con la paloma en el hueco de la mano, acariciándola despacio como si quisiera hacerla dormir, hubo una larga pausa en que todos se dedicaron a contemplar la paloma inmóvil en la mano del enfermo, y era casi una lástima que el enfermo tuviera que interrumpir su rítmica caricia en el lomo de la paloma para tomar torpemente la Birome que le alcanzaba Remorino. Detrás del viejo vinieron dos hermanas del brazo, que reclamaron de entrada la muerte del perro y otras mejoras en el establecimiento. Lo del perro hacía reír a Remorino, pero al final Oliveira sintió como si algo se le rebalsara a la altura del bazo, y levantándose le dijo a Traveler que se iba a dar una vuelta y volvería en seguida.

- Usted tiene que quedarse- dijo el administrador-. Testigo.

- Estoy en la casa -dijo Oliveira-. Mire la ley Mendez Delfino, está previsto.

- Voy con vos -dijo Traveler-. Volvemos en cinco minutos.

- No se alejen del precinto -dijo el administrador.

- Faltaría más -dijo Traveler-. Vení, hermano, me parece que por esta lado se baja al jardín. Que decepción, no te parece.

- La unanimidad es aburrida -dijo Oliveira-. Ni uno solo se le ha plantado al chalecudo. Mirá que la tienen con la muerte del perro. Vamos a sentarnos cerca de la fuente, el chorrito de agua tiene un aire lustral que nos hará bien.

- Huele a nafta -dijo Traveler-. Muy lustral en efecto.

-En realidad, ¿qué estábamos esperando? Ya ves al final todos firman, no hay diferencia entre ellos y nosotros. Ninguna diferencia. Vamos a estar estupendamente acá.

-Bueno -dijo Traveler-, hay una diferencia, y es que ellos andan de rosa.


(...)"


Será propicia la oportunidad para retornar a Rayuela y reencontarnos con ese destino similar al del mismo Oliveira y presentido en aquella lectura de la infancia: acabar trabajando en un hospital frenopático como ahora.

Por cierto, la motivación para este recuerdo de Rayuela ha sido el excelente ensayo sobre la novela y su significación heurística en el plano psicoterapéutico por el Dr. José García-Valdecasas, psiquiatra de las Islas Canarias, de quien habíamos enlazado antes un valioso artículo, y presentado en en el descollante blog amigo Saltando Muros. A ambos expresamos las gracias por esta vivificante experiencia que deseamos compartir..


Nuestro querido cronopio.


7 comentarios:

todopsicologia dijo...

“Si la psiquiatría[...] está enferma, sucia y violada, nuestro deber es hacerla levantarse, recuperar la dignidad y ponerla a trabajar en sus asuntos, que son los nuestros. No vale mirar para otro lado ni huir a las montañas”. Me temo, que las cosas no hacen mas que empeorar. Se ha huido a las montañas, se han escondido en un bunker y han tirado la llave.
Los que se han quedado fuera, se irán extinguiendo. Es cuestión de tiempo....

todopsicologia dijo...

Aunque parece que algo de esperanza hay. Tal vez tengan que salir del bunker:
http://www.nogracias.eu/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=7030&te=&idage=&vap=0&codrel=472

Lizardo Cruzado dijo...

El artículo que se comenta someramente en el link proporcionado es el que comentamos en la entrada del 24.03.2010, a cargo de Tom Insel, director del National Institute of Mental Health: 'Psiquiatras & Big Pharma: ¿Somos parte del problema o parte de la solución?'
Saludos.

Blog salud mental dijo...

Una corrección amigo Lizardo, nuestro compañero es JOSÉ García-Valdecasas.

Saludos y gracias por tu siempre estimulante blog.

César M.

Lizardo Cruzado dijo...

Corrección efectuada y, por cierto, las excusas del caso. Gracias nuevamente.

sin pepas... dijo...

no se vale, todavía no puedo leer bien y ya andas posteando precisamente a cortázar, no se vale

Alfredo (HBT) dijo...

No será la miopía Sin Pepas? jeje