Suelo comentar con colegas y amigos cercanos cómo es que llegué, hace ya algunos años, a la Ciudad de los Reyes entonando con candorosa voz los versos del vals El Provinciano: "Las locas ilusiones / me sacaron de mi pueblo / y abandoné mi casa / para ver la capital. // Cómo recuerdo el día / feliz de mi partida / sin reparar en nada / de mi tierra me alejé." (Inmejorable letra de Laureano Martínez Smart).
Esas locas ilusiones eran, por cierto, nacer, crecer y formarme como psiquiatra en un reputadísimo centro de salud mental cuyo nombre, bombástico y compuesto por dos epónimos, predisponía a la fascinación y a la reverencia alelada. La imagen mental que albergaba de mi nueva alma mater era análoga a la que un joven médico, que aspira a ser oncólogo, ha labrado del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN), o la que un novel aprendiz de pediatra tiene, por ejemplo, del prestigio y nombradía del Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN). Así imaginábame yo, a mi vez, incorporándome a una colmena hirviente de actividad asistencial, docente e investigadora, con equipos especializados en cada patología psiquiátrica, donde faltase el tiempo para tantos quehaceres al lado de los pacientes y para los múltiples seminarios y cursos, donde la tutoría de los residentes ocupase un lugar preeminente para guiarnos por los meandros de la psicopatología o para rescatarnos cuando estuviésemos a punto de zozobrar al asomarnos a nuestras propias simas. Y no sólo eso, soñaba además con una comunión de maestros y pupilos inclusive más allá de lo estrictamente académico, como una celebración del quehacer psiquiátrico y de la vocación psicoterapéutica, todos inflamados por el eros pedagógico en un nutrido intercambio de experiencias, de ideas, de proyectos, de hallazgos, de utopías, de ucronías...
El hecho prosaico es que me incorporé a la institución rectora de la salud mental en nuestro país, desarrollé la residencia médica durante tres años y, oh, paradojas del destino, me quedé allí. No como paciente, por suerte, (¿o sí pero no lo he advertido?), sino a ejercer mi especialidad recién estrenada (continuando obviamente la formación, pues no se acaba ésta con el dichoso cartón). Sin embargo, no puedo soslayar el pensamiento de que hubiera preferido no quedarme a trabajar allí si a cambio hubiese llegado, aunque sea por sólo tres años, a la magnífica institución que yo ilusamente soñé.
La otra expectativa con que llegué a Lima fue visitar las afamadas ferias del libro viejo en la Avenida Grau (en provincias no había ni hay nada parecido). Llegado al lugar se me cayó el alma al suelo pues todo el lugar estaba vacío. Me dijeron que habían sido trasladados todos los comerciantes al Jirón Amazonas y para allá fui, anhelante, acezante, y encontré esa especie de paraíso: decenas de stands repletos de miles y miles de libros. En aquella época se hizo habitual para mí salir de la residencia al empezar la tarde y fugar a Amazonas a husmear entre libros anodinos y polvorientos y apolillados hasta encontrar la joya inesperada, el manantial oculto que recompensase la exploración para reiniciarla más allá otra vez.
Por eso, me llama a pasmo cuando escucho de personas conocidas y amigas, limeños de pura cepa, que desconocen el lugar o lo reputan impresentable, abominable, casi una sucursal del infierno -sin poder siquiera señalarlo con el dedo en un plano, al igual que ese otro paraíso de bibliófilos, el Jirón Quilca-. Honorio Delgado estipulaba que un hombre medianamente culto debía haber leído El Quijote no menos de tres veces (1) -y no decía psiquiatra medianamente culto, sino hombre medianamente culto-. Si pretendemos ser conocedores del alma humana y no sólo dispensadores de píldoras; si ansiamos suscribir la frase de Terencio: "Homo sum, nihil humanum a me alienum puto" (no, no significa que uno sea un puto alienado, sino: humano soy, nada de lo humano me es ajeno); si queremos eso, no podemos privarnos del inacabable placer de los libros (y por libros no me refiero al DSM-IV y textos de la especialidad solamente, es obvio).
Ese provincianito, que llegó encandilado a la capital con dos ilusiones en su alforja, es ahora un provincianito que mantiene al menos una incólume y lozana, la ilusión nunca traicionada de la lectura. Por eso cuando el vallisoletano Miguel Delibes habla de "el acto íntimo y silencioso de desflorar un libro" (2), no deja más que decir.
Referencias
1. Delgado H. El médico, la medicina y el alma. UPCH. Lima, 1992.
2. Delibes M. El hereje. Editorial Destino. Barcelona, s/f.