Ramón Gómez de la Serna
(1888-1963)
Fue por azar, lo que satisfaría sin duda al autor: su librito hallado en algún remate de a sol o tres por cinco soles en una vereda. Amarillento, casi una foto en sepia, libro viejo y sabio, un libro solterón y cerrado durante inacabables años hasta asomarse a un blog.
YO NO USO RELOJ
Me ha servido mucho para aguzar el sentido de mi profesión que yo he sido un niño que ha visto a muchos doctores a su alrededor, pudiendo así observar sus gestos, sus costumbres, sus palabras...
Yo recuerdo que una de las cosas que más miedo me daban era el reloj del médico, muy extraplano, niquelado como hecho de mercurio solidificado... Cuando lo sacaba el doctor y lo veía brillar en su mano mientras me tomaba el pulso sentía escalofríos que me daba su metal y su esfera blanca, blancuzca, blanquinosa... Las manillas de uno de esos reguladores que en las fábricas tienen siempre un vigilante de vista y en los que una subida puede significar el estallido de toda la fábrica y sus alrededores.
Aquel reloj de los doctores no era un reloj, era otra cosa, un instrumento impasible y cruel...
Por eso no uso reloj, y como con el propio cálculo de mi cuidado consigo distinguir las pulsaciones normales de las anormales, a lo más pido su reloj al enfermo, el reloj que le conoce y le quiere, el reloj que ha ido en su chaleco en diálogo íntimo con sus redaños, el reloj que no es del doctor, tan frío que a veces aumenta indudablemente su fiebre.
Hasta creo que nuestros relojes doctorales se envician, se apresuran cuando les observamos, se contagian de nuestra inquietud, y su segundero neurasténico por la responsabilidad que ciframos en él, se excede o se queda atrás con el tiempo, atemorizado.
ESO ES DE LO MISMO
Los enfermos acostumbran a preguntar tantas cosas, que resultan inaguantables sus consultas.
- ¿Qué será esto que siento aquí?
- ¿Qué será este dolor que me acude a este lado cuando acabo de comer?
- ¿Qué serán estas palpitaciones que me atacan a este lado como si me latiese una herida?
- ¿Este dolor en el costado será grave?
- Por las mañanas siento un abismo tal en mi estómago, que me parece que voy a caerme en él.
- Siento en las palmas de los pies unos dolores agudos y penetrantes como si pisase clavos en punta.
Etcétera, etcétera.
Yo, para calmar todos esos dolores, no utilizó más que una frase: "Eso es de lo mismo".
Eso les calma instantáneamente a los enfermos, y como si les recordase algo grave que ya supiesen, se quedan callados. Es instantánea la eficacia de esta aseveración.
Y el enfermo lanza un "¡Ah!" de sabiduría, de saciedad, de "¡Ah!", "¡también de eso!"
Claro que si él preguntase: "¿y eso qué es?", no encontraría claro el "eso" de lo que es también "eso" otro; pero a la naturaleza le gusta referirse con tranquilidad a otra cosa y lo que más le asusta es complicar sus males.
Es como si a un loco se le dijese la palabra que le calma, que le aduerme instantáneamente.
En realidad, al decir "Eso es de lo mismo", es como si se diese a oler y se adurmiese al enfermo con una especie de cloroformización instantánea.
EL SABIO DOCTOR EN MEDICINA
El caso más interesante y complicado de los que he resuelto ha sido el de un doctor en medicina. No digo su nombre porque es el de uno de los más afamados y de los que más clientela tienen y le podría perjudicar esta confesión.
Una mañana me despertaron diciéndome que el gran doctor me rogaba que fuese a verle inmediatamente.
[…] Estudié a aquel hombre. Su vida se dividía en dos mitades. Una, frívola, de descanso, de molicies, de confort, de chaquet, de teatros, durante la que apenas pensaba aun bajo su rostro de hombre sagaz, su rostro engañoso de doctor, y la otra mitad llena sólo de un exagerado sentimiento del deber, dedicada sólo a sus visitas. Faltaban en su vida horas íntimas, independientes, salvadoras, de esas en que todo se asimila, se desdeña o se aprecia por razones entrañables.
Era doctor de amplias vitrinas donde brillaban todos los objetos de acero, muchos más que necesitan todas las operaciones, algunos para casos que no han sucedido nunca en la vida, casos como los de esas operaciones consecutivas que aun podría sufrir el muerto en la muerte si en el otro mundo hubiese cirujanos.
Todos los objetos, relucientes, punzantes, agudos, amenazadores, daban un aspecto de gran peluquería y navajería al despacho. Entre todos se destacaban unos enormes fórceps como unas grandes tenazas para el servicio de la ensalada. En su empaque, en su modo de hablar, en su ranciedad vi en seguida su mal y se lo confesé.
—Usted está enfermo de medicina… Esta enfermedad de usted, un poco del corazón, un poco de la piel, otro poco del hígado, otro poco de anemia, procede de su profesión… Hay que defenderse con una gran fuerza interior de toda profesión, pero de ninguna hay que defenderse tanto como de la medicina, porque es la que más puede estragar la vida y filtrarse en ella […].
EL PULMÓN MENOS (*)
Voy a pintar la psicología de los que tienen un pulmón menos. Supongamos que es el derecho.
Se lo callan, se lo callan; pero tienen un pulmón menos. "No es necesario decírselo a nadie -piensan ellos- porque después abusan de esas cosas y esperan vernos fallecer para dar saltos en el escalafón."
Todo un pulmón menos tienen esos seres de voz perdida, de voz sin aire. Esa apretazón de los pulmones que nosotros sentimos al respirar, ellos sólo la sienten al lado izquierdo. El lado derecho, como si no existiese, opaco, macizo, apretado, espeso, como una maceta que se hubiese quedado para toda la vida en un rincón con su tierra, su tiesto y su esquejes muertos. "¡Con un pulmón menos ha habido quien ha vivido hasta cien años!" se dicen para consolarse.
Los que tienen un pulmón menos cuando a veces se dan golpes en el pecho nunca escogen el lado derecho. No sienten el "yo" en aquel lado porque aquel lado es el muerto, el que uno ha olvidado ya.
Respiran con gran cuidado poniendo boca de espita o de silbato, porque saben que como se les cierre único pulmón que les queda ya están muertos.
- ¡Cuántos habrá que tengan un solo pulmón y se lo callan! -piensan para darse ánimos-. Sólo ante los fósiles atorados de tierra se conmueven, y cuando ven unas madréporas fosilizadas o unas estalactitas se conmueven. Ellos también guardan, como en un estuche de museo de historia natural, su pulmón aniquilado, el recuerdo de su pulmón.
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(*) En época del autor, no habían medicamentos contra la tuberculosis y era frecuente la extirpación de lóbulos o el pulmón entero -o el colapso por neumotórax-, para controlar el mal y salvar la vida del enfermo.
LOS FORROS
Volved de vez en cuando los forros de los bolsillos hacia afuera porque en ese polvillo de cosas, en esas pelusas, se mantienen y se crean todos los microbios. La putrefacción de muchos, la gangrena de su vida, ha comenzado por los algodones oscuros que no se sabe de dónde salen, por esas piltrafas misteriosas... Haced como cirujanos auténticos la operación de quitar esas tumefacciones y ese pus de vuestros bolsillos.
Son esquirlas del pasado, condensaciones de tiempo, detritus de lo que pasa, resultados de pájaros invisibles que dejan caer eso desde los árboles del tiempo.
La higiene de los bolsillos de las americanas, de los pantalones, de los chalecos, es de las higienes más abandonadas.
Yo lo primero que hago en mis enfermos es descargar sus bolsillos y sacar esos gusanos pegados a las juntas de sus forros, esa cosa que ha crecido en la soledad y que es la concentración del tiempo que murió, el final de las horas y los minutos que cayeron muertos en los bolsillos como en la redecilla del cazador.
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Ramón Gómez de la Serna, denostado alguna vez como mero embeleco de ingenio y acrobacia verbal, fue famoso por sus "greguerías " -escribió más de 10 000-: frases conceptuosas y escuetas, condensaciones de metáfora y humor:
El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero.
Entre los carriles de la vía del tren crecen las flores suicidas.
La O es la I después de comer.
El niño grita "¡No vale...!" "¡Dos contra uno!" y no sabe que toda la vida es eso: dos contra uno.
Roncar es tomar ruidosamente sopa de sueños.
No hay que tirarse desde demasiado alto para no arrepentirse por el camino.
Si te conoces demasiado a ti mismo, dejarás de saludarte.
Nos aliviaríamos si comprendiésemos que morir es la última diversión de la vida.
Todos quisieran tener dos hígados para quejarse de los dos.
El cerebro es un paquete de ideas arrugadas que tenemos en la cabeza.
Cuando por los altavoces anuncian que se ha perdido un niño, siempre pienso que ese niño soy yo.
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El azar reunió a este antiguo libro con un nuevo lector. En sus páginas, pese a los años transcurridos -apareció en 1921 la primera edición-, un aire fresco y jovial fluye. Hay cosas que no cambiarán jamás en la relación médico-paciente, sin duda. El párrafo final de "El doctor inverosímil" así lo reitera: "Yo, por lo menos, puedo decir lo que aquel doctor que decía: 'Entre mis manos los enfermos pueden perder la vida, ¡pero jamás el espíritu!'"
Ah, y valga la aclaración. Ramón no era médico.
Pablo Picasso "Ciencia y caridad", 1887.
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