Predeciblemente debiera aparecer aquí el aclamado óleo de Dalí, aquél de los relojes churreteados -del que vale ver una simpática recreación por Matt Groening, el papá de Los Simpson- pero un cuadro de Magritte, La Memoire, tal vez mejor grafica con esa herida sangrante en la sien de Mnemósine, lo que constituye la memoria humana: la sobrecogedora y muchas veces terrible capacidad de no olvidar.
Una posible etimología del vocablo memoria rastrea hasta la raíz indoeuropea smer, que denota también a la grasa o sebo. ¿Mas cómo se relacionan la grasa y la memoria? Habría que pensar en nuestras crasas adiposidades y cuán difícil nos resulta librarnos de ellas. La memoria sería como la grasa de la mente entonces, como la rolliza panza de nuestra psique.
Recientes investigaciones permiten vislumbrar la posibilidad de modificar molecularmente nuestra memoria, facilitando así el tratamiento de varios desórdenes psiquiátricos, por ejemplo, la dependencia a drogas: se ha descrito el uso de potenciadores -como el [3-cyano-N-(1,3-diphenyl-1H-pyrazol-5-yl) benzamida], CDPPB- del receptor metobotrópico tipo 5 de glutamato que, exitosamente, logró la extinción de memorias contextuales asociadas al consumo de cocaina, memorias generadoras del craving y recaída.
La farmacología de la memoria ofrece además prometedores senderos para varios trastornos de ansiedad como el estrés postraumático: sabido es que ya hace algún tiempo se experimenta con el uso del propranolol para evitar la fijación temprana de los recuerdos. Se vienen investigando otras moléculas de exóticos nombres como el péptido S, UO-126, MCH y otros en la sofisticada alquimia de contener la sangrante sien de Mnemósine. Inevitablemente, este suceso despierta asimismo interesantes cuestionamientos éticos. Y es que los recuerdos que más queremos abandonar son los que más fieramente se aferran a nosotros, enclavados entre amígdala e hipocampo, enredados entre el miedo y el horror, hiriéndonos como a canes apaleados, más que como perros de Pavlov.
El corolario no es ineludiblemente cierto: recuerdos que abrazamos estrechamente un día pueden devenir lastimosamente olvidables luego: la Ley de Ribot no lo es tanto, quizá sólo una ordenanza municipal que nuestras neuronas desdeñan. Quisiéramos creerlo más que un bello poema: Amor constante más allá de la muerte.
Muchos años luego de su pintura original, Dalí pintó una secuela que podría impresionarnos como resignada ante el vendaval del tiempo: La desintegración de la persistencia de la memoria.
No se trata entonces sólo de encontrar la molécula correcta para el recuerdo incorrecto, sino que es menester el dotar de un sentido a la experiencia, de un significado a la memoria, como intentaba el viejo Viktor Frankl, psicoterapeuta fundador de la logoterapia: él tuvo que hacer de tripas corazón con las memorias de sus años prisionero en los campos de concentración de la Alemania nazi. Y lo hizo en El hombre en busca de sentido.
Pero si hay algo que no debemos olvidar, donde es imprescindible la memoria ecuánime y persistente, es en la constatación de la brutalidad de la que podemos ser capaces los hombres. Para al menos creer, más o menos ilusamente, que ello prevendrá nuevos dolorosos episodios de espanto y muerte, ya sea el holocausto judío, o esa tumefacta aún herida nuestra: los años de oprobiosa violencia terrorista y su correlato represivo en nuestra patria (Descargar aquí: Yuyanapaq - Para recordar).
Algunos autores consideran el olvido y la impunidad como una forma de violencia contra las víctimas. La injusticia flagrante (y qué puede ser más injusto que la abierta impunidad), más aún cuando es perpetrada por el mismo estado, genera frustración y resentimiento, y es el caldo de cultivo para más violencia.
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